Esta semana por nuestras tierras parece que se ha notado ligeramente la llegada del otoño, tanto en una bajada de las temperaturas como en el cambio que lentamente se está produciendo en el paisaje. Incluso ha aparecido la lluvia, bendita lluvia que ayuda a a limpiar, a oxigenar, a dar vida y a alimentar a la Madre Tierra. Aunque llevamos dos meses en esta estación, ha sido ahora cuando
han empezado a caer las hojas, cuando el paisaje se está tornando más amarillo, marrón y naranja.
Desde que recuerdo, mi estación favorita ha sido la
primavera: sin el calor tan intenso del verano, pero sin la necesidad de tanto
abrigo como el invierno y pudiendo disfrutar de días más largas, de salidas al
aire libre. Pero a pesar de eso, siento los últimos otoños son diferentes. Que no son simplemente algo que tenga que
pasar.
Un cambio en las costumbres, en los hábitos, en los alimentos que consumimos, en el ritmo. Que bien podemos aprovechar para realizar otras actividades en familia, más de interior, más de contacto íntimo, más de juego en el suelo, más de lecturas.
Incluso más allá. Igual que caen las hojas, que parece
que el silencio se hace más patente y que la oscuridad es más presente, ¿por
qué no hacemos también nuestra propia estación del otoño? Recogiéndonos,
intentando descubrir y quitar las hojas que hemos acumulado en las otras
estaciones y que no nos hacen bien, escuchando qué nos dice nuestro
silencio en las largas horas de oscuridad, trabajando nuestro campo interior y
preparándolo. Es época de recogimiento, de meditación, de reposo, de bajar el
ritmo porque nuestra propia naturaleza tan ligada a la del mundo nos lo pide.
Y
si nos trae melancolía, nostalgia, recuerdos... aceptémoslos, vivamoslos,
disfrutémoslos. Porque no es solo bello lo que nos hace feliz, sino que todos
los sentimientos nos aportan algo único.
¿Y para qué todo esto? Para aceptar nuestras propias
estaciones y en los próximos meses dar paso a otras que nos traerán otros aprendizajes.
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